Encontrar un impostor en el movimiento de defensa de los derechos de niños, niñas y adolescentes objeto de malos tratos y abuso sexual, consterna, abruma, pero no puede sorprendernos.
En primera instancia produce ese efecto tan clásico de los desenmascaramientos aunque, con el paso del tiempo, es posible comenzar a pensar cómo el impostor llega a ocupar hasta un lugar de poder en un cuerpo institucional. Para ello cuenta con dos recursos fundamentales. En primer lugar la propia impostura, por la cual parece pertenecer a una familia desde su inicio, casi como un fundador y al que no se puede imaginar fuera de ella y, en segunda instancia, la credulidad de las instituciones que en sus comienzos, hace más de 20 años, idealizaron sus conocimientos en un territorio en donde poco se sabía sobre las diferentes formas de la violencia familiar.
Impostura y credulidad no bastarían seguramente para producir un impostor, sino que además éste debe ofrecer un discurso cínico. De comprobarse los hechos que incriminan a Jorge Corsi, estaríamos frente a un discurso de estas características desde el cual declamó su oposición moral ante aquello mismo por lo que ahora es sospechoso.
Los distintos delitos contra la integridad sexual en perjuicio de menores de edad de los cuales se acusa a Jorge Corsi, reproducen, sin duda alguna, la dinámica del abuso sexual intrafamiliar, cuando la institución- familia se sorprende al descubrir que existe un lobo en el gallinero, de conducta intachable y de un saber y prestigio envidiables. Esto reafirma, una vez más, que no existe un perfil del abusador y que en todas la clases sociales se desarrollan sujetos decididos a extraer placer de cuerpos infantiles y que aquellos que los rodean no tienen la mínima posibilidad de detectar sus actos transgresivos hasta que es demasiado tarde.
Sin embargo, no debemos olvidar que las instituciones político-sociales no son una familia y que su responsabilidad se extiende mucho más allá de la misma, teniendo en cuenta que el impostor toma posiciones políticas que influyen decididamente en el cuerpo institucional de una nación.
Argentina es un país en donde conviven una gran cantidad de impostores. Se trata de impostores travestidos de caballeros y damas que, con un discurso cínico, defienden los derechos que serán transgredidos por ellos mismos en nombre de su propia conveniencia. También encontraremos los mismos impostores entre aquellos que aprovecharán esta oportunidad para, acusando al impostor, descalificar los honestos esfuerzos hechos por miles de profesionales e instituciones que defienden los derechos vulnerados de niños, niñas y adolescentes. Con los impostores no debe haber ninguna defensa corporativa, ni tampoco se debe mentir para esconder bajo la alfombra la sombra de su impostura. Es un signo de madurez política, jurídica y científica su desenmascaramiento, primero a través de la denuncia y, después de la misma, impidiendo que sean prontamente olvidados.
Es un hecho que desenmascarar al impostor es doloroso para toda familia y para toda institución en donde convive, pero al mismo tiempo tiene grandes virtudes: reafirmar la existencia de una ley igual y para todos, reivindicar el poder de la denuncia del maltrato y el abuso sexual pero, sobre todo, despejar el mundo de apariencias banales, para dejar en carne viva la realidad de los que sufren, los niños, niñas y adolescentes que relatan haber sido objeto de abuso sexual y a los cuales no se les cree en razón del rol, función o posición que el supuesto abusador ocupa en la comunidad.
Es en pos del compromiso con estas víctimas que la Asociación Argentina de Prevención del Maltrato Infanto Juvenil - ASAPMI - seguirá con especial atención todas las acciones destinadas al desmontaje de las redes de pedofília, como de aquellas acciones que, con impostura y cinismo, encubran delitos que vulneren los derechos de los niños, niñas y adolescentes.
COMISION DIRECTIVA DE ASAPMI
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