Una tras otra, como pieles de cebolla, se han desprendido capas y capas de olvido sobre el pasado. El olvido era la única manera de empezar de nuevo. Ése era el precio de la supervivencia, pero también era una ilusión que no tardaba en desvanecerse. El pasado volvía una y otra vez. Al final ya no sería posible cuantificar el precio; éste quedaría en manos del futuro, un lugar siempre lejano donde un día u otro deberían saldarse las cuentas pendientes. Y así fue como el futuro terminó por aplastarnos sin piedad. Ahora, si hacemos el esfuerzo supremo de ponernos en la piel de ese niño que un día fuimos y observamos desde el pasado lo que ahora somos, los ojos de aquel niño apenas reconocen ni comprenden en lo que nos hemos convertido. Ese niño tenía fe. La tuvo a pesar de los pesares; creyó que el tiempo cerraría el paso a los infames recuerdos. Necesitaba creerlo y pensar que algún día se cumplirían aquellos sueños que anidaban en su mente. Pero no fue así. Uno tras otro, los sueños fueron devorados por el olvido. El presente se asoció a la huida. Había algo extraño; algo que había que superar lo antes posible. Pero siempre estaba ahí. De nuevo volvía. Era una huida imposible. La supervivencia se convirtió en un punto fijo del cual no se podía apartar la vista. Un día, el niño creyó no poseer nada más que su propia tristeza y no merecer otra cosa que su infinita soledad. El futuro se convirtió en un tiempo tan difuso que dejó de tener sentido.
La necesidad imperiosa de trascender, de ir más allá del impacto emocional que supusieron los abusos, nos abocó a un mundo cerrado donde no permitimos entrar a nadie. Aquel fue un territorio hostil donde el aprendizaje y las facultades cognitivas no prosperaron como hubiera sido deseable. A pesar de no ser conscientes de nuestra conducta, ésta se fue afianzando con independencia de las necesidades del mundo real al que pertenecíamos y del que, con el tiempo, nos fuimos auto excluyendo.
Quien debería haberme corregido e intentado solucionar el problema no podía hacerlo, pues él era el problema, como en tantos otros casos de abusos. No había lugar al que acudir. No había escapatoria.
Fuente: extracto del libro “Cuando estuvimos muertos”
Joan, no puedes imaginar lo q siento al leerte, porq parece un calco de lo q siento. Es increible como nos dividimos e intentamos dormir a aquel niño. Lo malo es q tarde o temprano el niño despierta, todo despierta y mi niña, la q llevo dentro no hace otra cosa q decir "por qué?" y clama justicia. Mil besos y leeré tus libros aunq me resulte imposible solo pensarlo.
El peso del silencio nos ha sepultado durante años, pero podrás hacerlo. Para mi fue imposible hasta los 38 años.
Hoy soy capaz de hacer cosas que ayer no podía; mañana haré las que hoy me parecen imposibles.
Me llama la atención tu primera frase. Hace poco alguien me decía (cuando leyó el libro) que no lo había comprado hasta ahora porque, en cierta manera, ya conocía mi historia. Cuando lo leyó hizo la crítica que más me ha emocionado: El libro no es la historia de Joan; es la historia de todos nosotros.
Un beso.
Joan.
realmente lecturas como estas me fortalecen y me hacen pensar aue ese ñiño que un dia fue mansillado hoy dia tras dia lucha incansablemente con ser un hombre feliz, es dificil pero solo afrontando la realidad de alguna manera se logra superar duele pero hay que vivir abrazos