Hace 40 años que vivo con un grito encofrado en la garganta, yo lo quería parir como las raspas del pescado que si se dejan se infectan y se hacen pus que arrastran toda tu sangre y por más que lo intentaba, sólo sabía mascullar contra mi saliva, la tuya, padre.
Hace tanto tiempo que olvidé qué es permitirle a la boca liberarse en un “papá”, que cuando quería hacerlo, aun en la más plena soledad, como un ensayo, sólo dejaba volar un resuello quiebro, que concienciándome de lo espeso de la distancia, de este hálito de bruma en que tú me dejaste, se transformaba en un “por qué” infinito como el cielo, siempre de ojos perdidos y flema.
Te he odiado “padre”, tú destapaste la caja de los mil demonios y fantasmas, cuando aún no tenía edad de pensar en esas cosas. Tú me negaste el perfume, que yo guardé sin querer, con el albornoz de su juventud con bigote, con las anginas y las sábanas, los “frigodedos” y las acuarelas y al que yo sin saber invocaba en las noches de pesadillas. Sin embargo me diste otros olores que ahora son nausea y que hoy en mi memoria pugnan por salir a flote.
Tú me enseñaste a llorar.
Te he odiado con la fiebre del sarampión sin regalos, y de la varicela sin abrazos y con el terror de mirarte a los ojos y saber que llegaría la noche y tú visita sería inevitable.
Te he odiado con la arrogancia de la adolescencia, con la ira del traslado forzoso y las notas en mi estuche. Tú me enseñaste a escribir a la pena cuando no sabía qué era pena y me robaste los dientes de leche y toda la alegría de volver a casa para verte, porque sabía que estarías esperando con el cinturón en una mano y el cigarrillo en la otra.
“Papá”, te odié hasta desearte la muerte y yo era un corazón precoz, pero sabía que aquello no estaba bien y conseguiste que la culpable fuese yo.
“Te he olvidado”.
Miento, nunca lo hice, nunca se olvida la sinrazón de mi desdicha, ni se evade la frialdad de este pasado que hemos perdido para siempre.
No puedo mirarte, padre. Ayer encontrarte era el temor del puño y la desidia, la taquicardia, el abismo, era el reencuentro con la única verdad, la que quise arrojar como un escupitajo al vacío y escupiendo hacia arriba, pero siempre me cayó en la frente.
¿Sabes? Un año entero, soñé tu muerte, noche tras noche, y lloraba el caudal de esta pena, que ya no es rencor, ni es venganza. Que ya no tenía ningún nombre…
“Te he visto, padre” y tú no lo supiste, hasta después, cuando creíste ser joven de nuevo y enamorarte otra vez de mi madre, mirándote en mí. Porque mi piel es como la de ella, y mis ojos son profundos como los suyos, pero te hablan de otra tristeza, por eso no puedo mirarte y ver, padre… Te dejé, las copitas de anís, los seises de Reyes Magos, hoy ya no puedo más… odiarte.
Te ví, sangre de mi sangre… frente arrugada, pelo cano y tu mirada aguileña aflojaba el paso de los años, el vencer de las noches, de no saber dónde ir… eres viejo, padre, y yo no puedo mirarte y descubrir, que nos hemos perdido, que esta vida nos ha partido de raíz, distante y vacío, doloroso como tú, como este dolor que me infligiste, quiero llamarte… no puedo, no sabes que sangra tu nombre en mi garganta, que mi garganta es muda a tu encuentro…
Pero necesito decirte que ya no te odio, que tampoco te quiero, que no te necesito...
Estremecedoer relato, Joan. Triste realidad que prolifera y se conoce hoy más que ayer. Pero que siempre deja la misma huella dañina. Loable la idea de publicarla. UN beso y feliz semana.