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Los niños que dejaron de soñar

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La impotencia más absoluta

Publicado por Joan Montane viernes, 17 de octubre de 2008

¿Y ahora cómo se supone que voy a poder vivir?, pregunto a mi terapeuta. Con la impotencia más absoluta, es su respuesta.

Después de dos años y medio de haber empezado a recordar lo que en un principio no parecía ser más que un episodio esporádico de abuso por parte de mi padre, el rosario de recuerdos me ha hecho ver que mientras viví con mi familia de origen, el abuso fue una constante. Y no sólo conmigo: es un común denominador a mi familia extensa. Esta constatación y el poder vivir los sentimientos y sensaciones reprimidas en mi infancia y adolescencia para poder sobrevivir, es decir, haber sufrido todo ello con la intensidad original, me ha servido para irme quitando de delante de los ojos la venda que me hacía ver mi entorno de forma distorsionada. Pero al ir cayendo la venda me he ido deshaciendo de mis propias defensas para no sufrir, he empezado a ser cada vez más consciente de mi entorno actual, es decir, de la realidad, he llegado a tener una gran empatía con los niños, y me he dado cuenta de que esa realidad es desoladora.

Casi a diario tengo que ver o constatar cómo los padres de las amigas de mi hija abusan de ellas y las madres miran hacia otro lado. Ellos fueron testigos de mi proceso, a ellos les fui contando al principio qué era lo que me estaba pasando. Ahora sólo callo, porque sé que tras la atención que me prestan se esconde la acumulación de información para su propio provecho. Y yo no puedo hacer nada. No puedo hacer nada porque no tengo pruebas. Porque, por ejemplo, una psicóloga que trabaja en un gabinete dedicado, entre otras cosas, a los abusos me dijo que el que un padre acaricie a su hija bajo la ropa no es ningún indicio, “pues cada familia tiene sus propias formas de demostrar el cariño”. Ese “cariño” ya ha convertido a esta niña de doce años en una auténtica Lolita. Tengo que presenciar la agresividad de su madre contra ella, porque los celos la corroen. Tengo que vivir en mi propia casa que su hermana de nueve años se despierte de noche gritando “¡Déjame, déjame! ¡No! ¡No!”, que yo le cuente a la mañana siguiente, “De pequeña tenía miedo porque mi padre venía por la noche a mi cama y me tocaba”, y que ella permanezca como si yo no hubiese hablado y empiece a reaccionar cuando cambiamos de tema. Y no puedo hacer nada. Porque no tengo ninguna prueba.

Y tengo que vivir cómo la madre de otra amiga de mi hija me cuenta que la niña había sangrado, supuestamente después de haber montado a caballo. Según ella, porque se golpeó con la silla de montar. Le pregunto si la había examinado, me dijo que tenía sus partes irritadas y algo enrojecidas, nada más. Le pregunto si tenía hematoma, y me dice que no. Investigo en Internet y descubro otra grandísima mentira. El mito de que el himen se rompe montando a caballo o en bicicleta. Yo, que estaba convencida de que rompí el mío con un tampón, de repente me doy cuenta de que toda esa supuesta información no es más que una enorme cortina de humo que sirve de parapeto a mucha gente. Yo presencié la clase de hípica de la niña, en ningún momento dio muestras de dolor. En cambio sí sé que se quedó a solas con el padre. A partir de ahí empecé a atar cabos: es una niña tremendamente encapsulada y que no se entera de lo que pasa a su alrededor. Pero no puedo hacer nada. Porque no tengo ninguna prueba. Y su madre sólo quiere convencerse de que no pasa nada.

Y me fijo en cómo abrazan y tocan los hombres a las niñas, y a veces a los niños. También cómo, por ejemplo, una madre le agarra las tetillas a su hija diciéndole, ¡A ver cuando te empieza a salir el pecho! Imposible decirle nada, jamás lo habría entendido. Y me doy cuenta de que aunque todo el mundo pone cara de horror cuando cuento mi historia, casi todo el mundo sabe de qué va o lo tiene totalmente reprimido para, supuestamente, no sufrir. Y enseguida se olvidan de ello.

La maestra de mi hija despliega todo un arsenal de recursos de la más pura pedagogía negra. Les amenaza, les castiga, arrincona a los niños que no le caen bien, los desprestigia, compara a unos con otros, les mete miedo. Entre otras cosas, les dice: “Yo no pego, pero creo que un azote de vez en cuando no viene nada mal”. Me queda claro que no pega porque la echarían del colegio. Y entiendo por qué su propia hija de 22 años tiene una enfermedad de Cron que el año pasado casi se la lleva al otro barrio. Pero sé que es inútil comentar algo de todo ello al resto del profesorado, que no es mucho más comprensivo, ni a las madres (los padres ni aparecen), porque no lo entenderían. Ellas la tienen en un altar; es la maestra con la que los niños salen mejor preparados del colegio. Todo a base de miedo. Pero eso no tiene importancia, porque es lo que vivieron ellas y con lo que consiguen “domesticar” a sus propios hijos.

Mi hija nos cuenta que es la única de la clase a la que no pegan sus padres. Nosotros también la maltratamos en sus primeros años, por ejemplo, aplicando el método de “Duérmete niño”, que obvia las necesidades más fundamentales del niño. Lo hicimos por ignorancia, pero ello no significa que carezca de importancia. Ahora no lo volvería a hacer, porque soy capaz de estar atenta a lo que necesita de nosotros.

El maltrato es consustancial a nuestra sociedad. Los adultos acostumbran a maltratar psicológicamente a sus iguales y a los niños. Muy a menudo también lo hacen físicamente a estos últimos, pero normalmente sin dejar huellas. Y esos niños volverán a repetir el mismo patrón con su propia descendencia. Y, no se puede hacer nada… mientras no empecemos a ser conscientes de que no se trata de ningún 20%, ni de familias desestructuradas, ni de casos aislados, ni de violencia brutal… Es el día a día de nuestra sociedad, que se basa en una gigantesca mentira.

cortesía de Virginia

2 comentarios

  1. Jerrynoss Says:
  2. ¿Todos tenemos derecho a ser padres?

    Un amigo de la Universidad donde estudio mi doctorado me decía que su familia estaba en proceso de adoptar un niño. Me comento que el costo sería aproximadamente de 30,000€. Que recibiría en casa la visita de servicios sociales que le darían un certificado de ser aptos para adoptar. Después me comento que habían desistido de su primera alternativa porque su mujer tenía un problema en la espalda que hacía que no les aprobarán la adopción. Y entonces me dije que era algo muy bueno el que se tuviera tanto cuidado para poder ser entregada la vida de un niño a unos desconocidos. Pero después me vino a la mente: ¿y porque no hacen este proceso a todas los matrimonios que desean tener hijos? ¿Quién determino que cualquier unión entre un hombre y una mujer pueden traer al mundo nuevas vidas si probar estar aptos para ello? Cada vez que escucho una nueva historia de ASI, directamente del protagonista, me doy cuenta que independientemente del ámbito en el que se dio el abuso, mucho tienen que ver los padres para que este se dé. El desprecio por un hijo o hija, el abandono de sus cuidados, el maltrato como desahogo de sus frustraciones, es un patrón tan repetido. ¿Quién determino que cualquiera puede ser padre o madre? ¿Quién le dijo que podían hacer con sus hijos lo que quisieran? Ahora vómito, eso que de niño me enseñaron: "Y mando Dios a su hijo único a morir en la cruz por nuestros pecados". Pues pareciera que los padres encontraron en esa frase la autorización divina para hacer lo que sea con su propia sangre, sus hijos.

     
  3. Joan Montane Says:
  4. A muchos les parecería una injerencia intolerable, pero creo que este es un pensamiento que más de uno habrá valorado en alguna ocasión. Como se dice a veces, uno escoge a sus amigos pero le toca la familia que le toca. Y en este reparto no todos tuvimos la misma suerte.
    Tal vez hubiera que implementar un cursillo de padres o valorar quien está preparado y quien no, pero claro, estos planteamientos parecen acercarnos a algo parecido a "un mundo feliz".
    En fin un tema para debatir largo y tendido.

     

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